Por su interés, reproducimos el discurso pronunciado en la sala de Reyes, la más grande y majestuosa del Alcázar de Segovia, por el General Monforte con motivo de la celebración del XXXVII Día del Alcázar, evento en el que el Patronato del Alcázar honra a cuantos, como colaboradores altruistas o como empleados leales, han contribuido en el pasado o contribuyen actualmente al esplendor de la fortaleza.
Señores patronos,
Excelentísimas autoridades,
Señoras, señores:
Dicen que el buen orador sabe lo que quiere decir, pero no cómo lo dirá. Yo, por si no resulto un digno conferenciante y para no dejarme cosas en el tintero, leeré las notas que traigo escritas.
Es para mí un honor haber sido distinguido por el Patronato del Alcázar de Segovia con la oportunidad única de dirigirles unas palabras. Gracias por el encargo a quienes confiaron en mí y a todos los presentes, por dedicar su valioso tiempo a acompañarnos.
Poco después de aceptar el encargo y para que no alegase ignorancia o interpusiera excusa, recibí un cajón lleno de libros editados por el Patronato y muchos de los discursos anteriores, por no decir todos. Más de cuarenta kilos de documentación; me sentí abrumado por el compromiso y la calidad de los trabajos de cuantos me precedieron en este atril. Respiraré profundo tratando de no sucumbir en el intento.
Comprenderán ustedes que dirigirme a este auditorio, entre estos muros que amparan parte de la gloriosa Historia de España y de la Artillería, supone para mí una enorme carga emocional. Mientras preparaba esta intervención me preguntaba: ¿Por qué yo? ¿Qué puedo aportar? ¿Qué me une a mí, capitán de artillería, con la Proa de Castilla?
Es sabido que en las empresas de este rango el riesgo acecha; entonces recordé al manco de Lepanto quien me susurraba entre sueños: encomiéndate a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.
Durante esta disertación podría hablarles de los primos hermanos del Alcázar: Castilnovo, Coca, Cuéllar, Pedraza o Turégano, familia casi toda de origen árabe que completa un recorrido muy especial y diferente por la provincia de Segovia. Podría hablarles de quienes lo construyeron, lo habitaron o lo vieron arder o de infantes de edad incierta despeñados desde sus lucernas. Podría hablarles de la historia del edificio, de su estructura, de su singularidad, de su belleza, pero reflexionando, me di cuenta de que este palacio-fortaleza sí tiene que ver conmigo, mucho más de lo que pensaba. Les hablaré de todo un poco.
Mi madre, valenciana de bien, tuvo el detalle de alumbrarme en la Fábrica Nacional de Pólvoras de Murcia, refundada como tal por viejos artilleros en 1802; fue el día de San Fulgencio, patrón de la capital. Crecí en El Salitre, hoy corazón de la ciudad, porque hasta finales del siglo XIX no había fábrica de pólvoras sin una salitrera al lado; la pólvora negra, único propulsor y explosivo durante más de seiscientos años, está formada por un setenta y cinco por ciento de nitrato potásico o salitre y dos partes iguales de azufre y carbón, según la medieval fórmula seis-as-as.
De hecho, fue la cercanía de una mina de salitre lo que salvó de la destrucción y la rapiña al monumento que compite en visitantes con este nuestro Alcázar; me refiero a la Alhambra de Granada, pues la pólvora fabricada junto al río que baña sus pies fue almacenada allí por orden de los Reyes Católicos tras la capitulación del sultán Boabdil el 25 de noviembre de 1491, quedando una guarnición a su cuidado a partir de la entrega de la plaza el 2 de enero siguiente. En una de las laderas que dan al Darro todavía se observan las cicatrices de una gran explosión acaecida en el taller de un polvorista en 1590 y que llegó a dañar parte del monumento. 30 años más tarde se reinició la actividad polvorística en El Fargue, una de las fábricas militares en activo más antiguas del mundo.
En Murcia mi padre, ingeniero de armamento como yo, dirigía la planta de fabricación de nitroglicerina y lo hacía de noche, pues el proceso Biazzi era peligroso, aunque menos que el Schmid, y sólo se nitraba cuando el resto de la fábrica permanecía vacía. Los vapores nitrosos mantuvieron su tensión sanguínea tan baja que no abandonó el dolor de cabeza hasta que nos trasladamos a Madrid años más tarde. Le recuerdo con la cabeza vendada tras tomar fuego espontáneo una manta de pólvora en una de las laminadoras, aunque peor parado salió el coronel Ros, artillero e ingeniero, director de la fábrica por aquel entonces y que acabaría en el hospital recuperándose de sus quemaduras.
Los antecedentes de aquella fábrica se sitúan en la concesión de un molino de pólvora al industrial Francisco Berasategui en 1633, llamado Molino Alto, en Javalí Viejo, el cual era movido por una noria sobre las aguas de la acequia Mayor Aljufía –de construcción árabe y aún en uso–. Este molino no era el único que se dedicaba a la producción de pólvora en la zona, ya que también se encontraba el de Canalaos, de comienzos del siglo XVIII, situado también sobre el mismo canal y objeto de una terrible explosión en 1742.
Ambos molinos estuvieron en manos privadas hasta 1747, cuando fueron incautados junto a otras instalaciones por la Real Hacienda, dando lugar a la Real Fábrica de la Pólvora. A finales del XVIII se iniciarían una serie de obras en el Molino Alto que originaron el primitivo complejo industrial. En 1802 la fábrica pasó a depender de la Artillería, año en el que se decidió, para su mejor organización, que las distintas instalaciones y molinos se centralizaran en el recinto de Javalí Viejo, al estar mejor situado y rodeado de tierras susceptibles de compra para realizar sucesivas ampliaciones.
Contaba mi padre que tras la guerra civil tuvo que fabricar pólvoras tanto para los cañones de un bando como del otro, desde el Flak 88/56 alemán, fabricado bajo licencia con la denominación FT44, al 122/46 ruso, denominado 1931/37 A19, que tenía por madre la masa reculante del 122 (modelo 1931 A19) y por padre el afuste del 152 (modelo 1937 ML20). Para adquirir la tecnología se desplazó desde Murcia a Alemania una numerosa comisión formada por mi padre y nadie más, quien tras dos meses de intentar entender el alemán se trajo los procesos de fabricación; esfuerzo baldío, pues de vuelta en Murcia llegó la ayuda americana y dado que las pólvoras alemanas no eran compatibles con los nuevos materiales, hubo que empezar de nuevo. Destaco el hecho afortunado de que los limoneros que plantó de capitán siguen dando hoy excelentes frutos gracias a los gases nitrosos presentes en la fábrica. Son limones pequeños, feos, pero muy sabrosos.
Una vez en Madrid, seguí creciendo en el Polígono de Experiencias de Carabanchel, centro heredero de la Escuela Central de Tiro de Artillería, creado en 1882 y que ocupaba los terrenos de la Junta Superior Facultativa de Artillería fundada en 1816. Recuerdo asomarme a la galería de tiro cuando había experiencias de armas ligeras y desplazarme en vacaciones a La Marañosa para probar estopines del 105/26. Entre mi origen levantino y lo familiar que me resultaba el adictivo olor de la pólvora, empezaba a disfrutar del estruendo del cañón.
En el Polígono jugaba al fútbol con los artilleros de reemplazo y me acercaba a la cocina de tropa a comer unas patatas fritas a la hora del hambre, o jugaba dentro de un viejo carro ruso T26 o sobre enormes planchas de barco usadas para probar cargas huecas; me afanaba en recolectar hojas de morera para mis gusanos de seda y visitaba las cuadras para saludar a los caballos a cuya grupa capturaban los oficiales perdices agotadas pero vivas en el campo de tiro. A los 15 años acompañé a mi padre en una visita de inspección al Regimiento de Artillería de Campaña 47, de la BRIDOT 7, en Medina del Campo. Estaba todo tan viejo que dudé si ser militar podría ser una opción de futuro.
A los 16 mi padre me sugirió presentarme a la Academia General Militar, donde tras el primer curso selectivo de carrera técnica podría tener el servicio militar hecho o ingresar como cadete si tenía suerte. E ingresé. Al final de segundo curso había que elegir arma y no tuve ninguna duda, pues correr detrás de los carros de combate resbalando en el barro y respirando los humos del escape para tomar una loma sin enemigo al que apresar, no estaba hecho para mí. Envidiaba a los cadetes de tercero sobre los viejos camiones GMC remolcando los obuses de 105 y sin mostrar los signos de la asfixia que aceleraban mi jadeo. Yo quería ser un señor. Y sí, elegí ser artillero. Al parecer, lo llevaba en los genes.
Y todo lo que he contado hasta ahora, ¿qué tiene que ver con el Alcázar y con Segovia? Pues resulta que el quinto año se cursaba en Segovia, ciudad que sólo había pisado como turista. Nada más llegar, me nombraron cabo de batidores, ¡menuda imprudencia! Mi primera misión: abrir el desfile desde la Academia al Alcázar sin saber el camino. Lo logré gracias a que en cada bifurcación me volvía y, caminando hacia atrás, le preguntaba a mi compañero y buen amigo, Jaime Fortuny, criado en Segovia, ¿por dónde? Y él me decía, por la izquierda o por ahí no, por la derecha. Y allí iba yo, sable al hombro y más tieso que la torre de San Millán, orgulloso de iniciar el desfile de la Academia. Algún aplauso recibí cuando marchaba hacia atrás, premiando lo vistoso de los giros sobre mí mismo. Pasé algo de apuro, pero conservo una foto con el Acueducto de testigo que no cambiaría por nada. Desfilando por las calles de Segovia, abriendo la formación, me sentía el rey del mundo. Tenía poco más de 20 años.
Durante aquel curso recibimos el primer golpe cruel e inesperado que nos depararía la vida: la muerte en maniobras de José Manuel Pujante, compañero del equipo de atletismo y murciano como yo. No fue fácil superarlo; pocos meses después fallecería en un salto paracaidista otro compañero, Alberto Romera, íntimo desde el curso Selectivo y número uno de la promoción de la General. Habíamos tomado unas cervezas con nuestras novias la semana anterior al fatal accidente.
Les hago una confidencia: desde que me puse el uniforme he tenido el privilegio de aprender que pase lo que pase siempre tendré con quien compartir alegrías y penas, a quien llamar en los malos momentos o a quien acudir en caso de necesidad. Los compañeros que se forjan en la casa común de los militares son amistades regenerativas y vitalicias. Se llama promoción; la mía es la 267 de las de Artillería y la XXXIV de la General, la que salió de teniente el año del atentado del Corona de Aragón; antes de recibir el despacho pasé la noche en los sótanos del hospital militar velando el cadáver del teniente coronel Queipo de Llano. También murió aquella terrible tarde Inmaculada, la novia de otro compañero de promoción, Juanuco Valencia; más heridas en el alma; más razones para volver a levantarse. Madurábamos deprisa.
Tras aquel verano la promoción se repartió por todo el territorio nacional y perdimos el contacto hasta que, pasada esa época en que los hijos, los cursos, los destinos y las misiones nos alejan de los amigos más queridos, hemos ido retomando el contacto con más intensidad que de cadetes si cabe… en parte gracias al whatsapp, todo hay que decirlo.
En un mundo en que cada vez más personas viven solas, efecto de la demografía y los usos sociales, y en la que estamos más desconectados de lo que verdaderamente importa, efecto de la tecnología, la salvación para muchos de nuestros males es la vieja, buena y pura amistad. Todos los años volvemos al Real Colegio artilleros egresados 25, 40 ó 50 años atrás: es el reencuentro de aquellos chavales imberbes que hoy peinan canas –el que las peina– y cuidan nietos. No hay pegamento más fuerte que el curado en las aulas y las trincheras. Y nuestro Real Colegio va sobrado de adhesivo. Todos los graduados en el convento San Francisco seguimos caminos diferentes en la vida, pero da igual de dónde vengamos o hacia dónde vayamos, siempre llevamos una pequeña parte del otro con nosotros.
Guardo un libro imaginario –virtual, como se dice ahora– de mis recuerdos segovianos: en sus páginas está la bandera de España abrigando a la virgen del Acueducto la víspera de nuestra patrona Santa Bárbara, el Dos de Mayo en el monumento a Daoiz y Velarde, el título de segoviano honorario recibido del Sr. Alcalde, la Iglesia de San Miguel, la nieve en Peñalara, la gimnasia bajo cero en Baterías, las prisas en la camareta –una celda franciscana– por lo procrastinado el fin de semana, el fulmicotón y la química de explosivos, el pentodo y el “más menos, menos más” persiguiendo electrones por los circuitos de papel –que a la postre resultarían ser huecos en movimiento–, el pentodo y el árbol de camones, Matabueyes y el “alto el fuego, vacas en el objetivo”, “León 21 a León 221 objetivo tipo 0, sección de carros repostando” para que lo repitiese el compañero que pronunciaba la erre con dificultad, los años de plomo en el transistor de la mesa de estudio, el ron con limón de Liberty, las escapadas nocturnas de mis somnolientos compañeros cada diana, la transición política extramuros y seguida cada noche antes de caer dormido; corría el año 1979.
Con poco más de 21 años me incorporé al mejor grupo de artillería de España –sepan que todas nuestras primeras unidades son las mejores, nadie piensa lo contrario–, me refiero al expedicionario Grupo ATP XII, el que estuvo en el Sáhara español, donde tuve el honor de ocupar el puesto del teniente Gurrea, víctima de una mina polisaria unos años antes. Me tocó dar de baja la radio VRC 246 quemada y deforme de su Land Rover. Más recuerdos para la mochila: el 23 F en el Goloso, las maniobras en el Teleno y San Gregorio, las patrullas de oficial, el embarque del Grupo en las bateas del tren, las guardias y los servicios de semana completa, los viajes de un día entero a los campos de maniobras, mi FDC y mi TOA de mando M577, marcado “00”, como las cervezas sin alcohol de ahora, el contacto con los artilleros de reemplazo, la fonoteca de la Brigada que me encargaron y la extensión cultural, el mini tiro Dynamit Nobel, mis primeros capitanes, mis imprescindibles suboficiales que tanto me enseñaron, los canevás por el fuego… mi orden por la radio ante la discrepancia de los cálculos: tire con los datos de plana… y el enfado de los capitanes de batería con el teniente que hoy les habla por su osadía.
Los años enseñan que la vida es un diez por ciento lo que nos pasa y un noventa por ciento cómo nos la tomamos y cómo queremos que sea. Y como yo antes de ser militar había querido ser ingeniero y esa vocación seguía viva en mí, decidí hacerme Ingeniero de Armamento, sin caer en la cuenta de que ello implicaba seguir los pasos de los estudios sublimes y de aquellos 19 ingenieros industriales de Artillería que nos precedieron. Parecía que me alejaba de la Artillería, en cuya escalilla llegué al empleo de capitán, pero ¡qué va! me acercaba a la élite técnica del antiguo Cuerpo de la bombeta en el cuello.
Fui consciente de ello muchos años más tarde de mi decisión, siendo ya general ingeniero, cuando el director de la Academia, Alfredo Sanz y Calabria, me encargó la comisaría de la exposición de ingeniería con motivo del 250 aniversario del Real Colegio. Corría el año 2013 y en unos meses se celebraría en Segovia tan importante evento, último acto público presidido por SM el rey Juan Carlos I antes de su abdicación. Tuve que estudiar como nunca para ponerme a la altura del compromiso. Dudamos si exponer en la recién recuperada Casa de la Moneda o en el Torreón de Lozoya; la entonces concejala de cultura, Clara Luquero, hoy alcaldesa de la ciudad, nos aconsejó instalarla en el Torreón; fue un acierto; la exposición cubrió con creces sus objetivos. Y es que todo mi equipo de la Jefatura de Ingeniería del Ejército con el apoyo impagable de la Academia y de Caja Segovia arrimó el hombro. Dicen los navegantes que el fatalista se queja del viento y el vago optimista espera a que cambie; pues bien, nosotros lo que hicimos fue largar todo el trapo para llegar a buen puerto a pesar de los huracanes y las calmas.
He leído la casi totalidad de las alocuciones del día del Alcázar que el Patronato me ha facilitado. Me llamó la atención entre otras la pronunciada por el general Pontijas de Diego; en ella habla del doctor Bull y sus grandes cañones de las islas Barbados. Trabajé con ambos tanto en Madrid como en la sede de Space Research Corporation de Bruselas antes del asesinato del doctor en mayo del 90; con ellos y los ingenieros de Sitecsa tuve la fortuna de dibujar sobre un folio en blanco el primer boceto del que finalmente sería el Obús 155/52 hoy en servicio; a ese primer diseño le llamé Ob. 155/45 APU, con un motor diésel de 120 CV, transmisión hidráulica y un cierre que tuvimos que elegir entre cuña y tornillo. Las culatas las importamos de China y los tubos de Austria; el montaje se hizo en una nave de Granollers. Nadie sabía qué hacer con aquel prototipo depositado en Trubia hasta que Santa Bárbara se encargó de la serie. Muchos años después, ya como jefe de Ingeniería del Mando de Apoyo Logístico del Ejército, asistí en Trubia y el Teleno junto a mi padrino, el general Arturo García-Vaquero, y el actual inspector de los ingenieros militares, el general Tejada, a la recepción de los seis últimos obuses de la serie fabricados en España. Funcionan razonablemente bien. En mi profesión es muy difícil que un ingeniero vea su boceto inicial convertido en un sistema operativo y yo tuve esa oportunidad gracias al trabajo de muchísimas personas que lo hicieron posible.
Llegados a este punto me gustaría destacar las razones por las que los artilleros nos emocionamos cada vez que visitamos el Alcázar; son esos detalles que escapan a muchos visitantes, como la sala de los premios Daoiz, las mazmorras o la cámara de la Renuncia. Anécdotas y leyendas de su larga historia ligadas a los artilleros y que narramos con pasión a cuantos amigos nos piden que les guiemos por el monumento antes de despachar un buen cochinillo.
Una de las historias que más llama la atención a los miles de visitantes que recibe el monumento es la muerte del infante Pedro Enríquez de Castilla en 1366, hijo natural de Enrique II. Aunque en su sepulcro es referido como infante, no tuvo esta condición por no ser fruto de legítimo matrimonio y porque su padre no se lo otorgó en vida a pesar de reconocerlo como hijo. Desconozco la identidad de su madre.
Enrique II se aseguró en El Alcázar tras derrocar a su hermano Pedro I de Castilla reuniendo bajo su techo a todos sus hijos para procurarles cobijo y protección. Fue entonces cuando el pequeño Pedro murió al caer al vacío desde una de las ventanas de la Sala de Reyes. Según se cuenta, su cuidadora, espantada por la desgracia, se arrojó seguidamente por la misma lumbrera. Hay que suponer que las ventanas estarían cerradas por débiles láminas de alabastro o abiertas, al suceder el infortunio en pleno verano. El niño fue enterrado en la antigua catedral de Santa María de Segovia, levantada sobre la plazuela del Alcázar y destruida en 1520 durante la guerra de las Comunidades. Sus restos fueron trasladados a la actual catedral en 1558, donde se conserva su sepulcro de mármol en la capilla de Santa Catalina.
La imagen funeraria representa un niño de unos doce años, recostado sobre la cama, con una espada empuñada con ambas manos. En 2019 se iniciaron unas obras de restauración de la capilla y se abrió la tumba. Apareció un pequeño cofre con “una blusa de seda con botones de tela, un faldón de mayor tamaño y un rulo de tela que guardaba tres huesos”, presumiblemente del pequeño. Se ignoraba que en su interior se hubiera colocado el cofre, ahora abierto en presencia del deán de la catedral, Ángel García Rivilla, y de responsables de la Junta de Castilla y León, así como de diversos restauradores. Los expertos consideran, en virtud del tamaño de las telas y huesos encontrados, que el infante debía de “ser un niño muy pequeño, y no un muchacho de 10 o 12 años como señalan las crónicas medievales”, y como deja entender la propia imagen tallada en la tapa sepulcral. No hay que olvidar que los restos del infante fueron recuperados de la catedral destruida 38 años antes de su sepultura final y, al menos yo, desconozco quien custodió los restos y qué pasó con la tumba y el finado durante ese largo periodo.
El Alcázar de Segovia se compara a menudo con el castillo alemán de Neuschwanstein, los dos castillos que sirvieron a Walt Disney como fuente de inspiración para diseñar el suyo de cuento de hadas. Mientras el mejor observatorio para ver el edificio alemán es el puente de María, el Alcázar cuenta con varios, en un privilegiado perímetro circular que va desde el cementerio judío al monasterio del Parral pasando por la Fuencisla. Por esta razón, nuestro Alcázar es mucho más fotogénico para los visitantes de a pie mientras que el alemán resulta más vistosillo desde el aire.
La gran diferencia entre ambos castillos-palacio es la historia que encierran sus paredes; mientras el segoviano hunde sus raíces más allá del Siglo X, Neuschwanstein responde al delirio de Luis II de Baviera, que observaba su construcción desde el vecino castillo de Linderhof. Hablamos de 900 años de diferencia, por lo que tal vez sea el Alcázar la inspiración del castillo alemán. Para desdicha del rey bávaro, por su palacio nunca pudo ver pasear a Josefina, emperatriz consorte de Francia y duquesa de Navarra, a pesar de que en su mesa siempre dispuso un plato para tan insigne invitada. No es de extrañar que no se presentase, pues había muerto treinta años antes de que él naciese. Cada noche el monarca esperaba recibir a su fantasma, retirándose visiblemente desairado al dormitorio. No sé por qué ha pasado a la historia como el “rey loco”.
En su milenaria existencia, el Alcázar segoviano ha sido castro romano, fortaleza medieval, palacio real, custodio del tesoro, prisión de Estado, Real Colegio de Artillería y Archivo General Militar. Se trata pues de un edificio multiusos. Su imponente perfil se levanta, majestuoso, sobre los valles hendidos por el Eresma y el Clamores. Se desconoce su origen hasta que, en 1135, según José Antonio Ruíz Hernando y apuntado por mi gran amigo, académico y compañero Diego Quirós, se cita por primera vez como “Alcaçar”. El documento está custodiado en el archivo de la catedral, lo que no supone que referencias más antiguas se hayan perdido en los casi nueve siglos de vida registral que le contemplan.
Ciento treinta años después de la reconquista de Segovia, reinando Alfonso X, se hundió el suelo del palacio estando el rey en su interior. Casi nos cuesta un disgusto, pues nos hubiésemos quedado sin las Siete Partidas y los numerosos hijos bastardos que tuvo. El Alcázar fue restaurado varias veces, hasta adquirir la característica silueta actual durante el reinado de Felipe II, momento en que es despojado de su protagonismo histórico por el Monasterio de El Escorial. La sierra de Guadarrama y algo más les separa desde entonces.
Mucho antes, el Alcázar se había convertido en una de las residencias favoritas de los reyes de Castilla, atraídos de manera especial por la caza. No es de extrañar que después se levantase el palacio de Riofrío o el de la Granja, construido este último tras perderse en llamas el de Valsaín. Así, el Alcázar ha sido testigo de hechos trascendentes en la gran Historia de España, como la coronación de Isabel la Católica o la misa de velaciones entre Felipe II y su esposa y sobrina, Ana de Austria, previa dispensa papal por el doble vínculo carnal y cuarto matrimonio, éste por poderes. Luna de miel en Valsaín y cinco hijos en catorce años de matrimonio. Así se escribe la historia.
Isabel la Católica había pasado su infancia en el Alcázar con su amiga Beatriz de Bobadilla. Y por su puerta salió para convertirse en reina tras la muerte de su hermanastro Enrique IV. De ahí se trasladó a la Iglesia de San Miguel, en la que los artilleros celebramos nuestra patrona, para entonar un Te Deum. A la nueva Reina debemos que el Acueducto haya llegado hasta nuestros días, pues lo rehabilitó cuando comenzaba a desmoronarse. En aquella época, paseaba por los salones de palacio Alonso de Quintanilla, fiel valedor de los reyes de Castilla, creador del ejército permanente y de la Artillería como bien de Estado.
Eclipsado por El Escorial y su ventaja en leguas desde la corte, el Alcázar pasó a ser prisión de Estado hasta la fundación, en 1764, del Real Colegio de Artillería. Prisión e internado del Colegio Militar convivieron durante algunos años. Había espacio para ambos; no seré yo quien busque paralelismos.
Casi cien años más tarde, en 1862, un pavoroso incendio destruyó las suntuosas techumbres de las salas nobles, que pudieron ser reconstruidas fielmente gracias a la existencia de grabados realizados por José María Avrial unos años antes. Los alumnos ya dormían en el convento de San Francisco, por lo que el traslado no fue traumático. No obstante, se perdió gran parte de la biblioteca, llegando a nosotros unos pocos ejemplares que lograron arrojarse por las ventanas. Entre los salvados estaba el catálogo que permitió recuperar muchas obras en poder de los artilleros desplegados en España, las américas y Filipinas y entregados altruistamente. Se dice que el incendio se inició en el despacho del jefe de Estudios, donde se custodiaban los exámenes del día siguiente… algún pirómano no había preparado la prueba o, con más probabilidad, se descuidaron las pavesas de la chimenea. Me dirán ustedes que no ocurrió así, pero para los artilleros es una anécdota imprescindible que hay que contar en la visita al monumento.
En 1898 el Alcázar se destinó por real orden a Archivo General Militar y desde entonces permanece aquí como el patrimonio más valioso que se custodia en el palacio. Antes de la Guerra Civil fue declarado monumento histórico artístico, y con ello protegido. En 1953 se crea el Patronato del Alcázar que se hace responsable del museo, del monumento y de traerme hoy ante ustedes.
Una de sus joyas patrimoniales podemos verla en la Sala de la Galera; me refiero a La coronación de Isabel la Católica, del segoviano Muñoz de Pablos, un fresco de principios de los sesenta del siglo pasado. En el mural todos los personajes que conforman la escena, unos treinta, presentan las cuencas de los ojos vacías. Corrió el rumor de que tal peculiaridad responde a que el hecho tuvo lugar un 13 de diciembre, festividad de Santa Lucía de Siracusa, patrona de la vista. Pues bien, parece que el veterano pintor y vitralista, harto de esta mentira, está dispuesto a pintar los ojos a todas las figuras de la escena.
Según de Pablos, la ausencia de ojos persigue enfatizar el brillante juego de luces y sombras de una obra que sólo se contempla en toda su magnitud desde una distancia considerable, lo cual impide apreciar el detalle. En la misma sala pueden verse otras obras de Muñoz de Pablos, especialmente las vidrieras firmadas durante un periodo de cincuenta y cinco años entre la primera y la última.
Recientemente recordaba el pintor que nada más recibir el encargo, el vizconde de Altamira, Luis Felipe de Peñalosa, historiador y patrono del Alcázar, le avisó de que al no existir iconografía de la proclamación de la infanta Isabel como reina de Castilla, este mural «sería el testimonio más fotografiado del monumento». Tenía razón. Sería conveniente que el Patronato del Alcázar disuadiera al maestro de pintar los ojos; el mural dejaría de ser lo que siempre ha sido: una parte esencial de la historia reciente de uno de los castillos mejor conservados de Europa.
La planta del Alcázar es irregular para adaptarse al saliente sobre el que se levanta. Su figura, esbelta. Su rostro, por castellano, sobrio. Su mirada, altiva. Su cielo, limpio y respetuoso con las torres que lo jalonan. Su silueta, un icono para Segovia y España entera. Sus estancias, llenas de legajos, fantasmas, aduladores, leyendas, favores e intrigas. ¿Qué simboliza?: el poder y carácter de Castilla. ¿Qué representa?: la grandeza de un pueblo. Como decía Nietzsche: el gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme, y es que en el Alcázar lo hermoso y sublime vencen a lo grandioso, con también serlo.
Tiene la torre de Juan II una característica fundamental pues cuenta con un único acceso a las plantas superiores: se trata de una escalera de caracol que asciende en el sentido contrario a las agujas del reloj (sinnestrorsum diríamos los artilleros), diseñada para facilitar el uso de la espada de sus defensores, en su mayoría diestros y dificultando el uso del arma de los asaltantes desde abajo. Es precisamente su diseño lo que hizo de la torre una excelente prisión de Estado. El mismísimo Góngora se hizo eco de las inscripciones grabadas en latín en sus paredes: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado. Aunque alguno de los presos fuese alojado en la torre del Homenaje o en los sótanos y pasadizos más cerca del río, muchos fueron los personajes históricos que purgaron sus penas entre sus muros.
Una de las leyendas atribuidas al rey Sabio, que debía ser algo gafe –recuerden que se hundió el suelo estando él dentro–, es la que cuenta que, habiendo establecido su observatorio astronómico en una de las torres, cayó un rayo sobre ella matando a varios sirvientes; el rey salió ileso, claro. Fray Antonio de Segovia, franciscano del convento de San Francisco, atribuyó el hecho a un castigo divino por un comentario real que ponía en duda la perfección del orden celeste: «si Dios me hubiera consultado, el mundo hubiera salido mejor”. Alfonso, arrepentido, confesó su pecado de soberbia y como penitencia mandó colocar un cordón de la orden de su confesor hecho con escayola en la sala que desde entonces recibe el nombre de sala del Cordón. Poca penitencia me parece para tan regia fanfarronada.
Fue con el trastámara Enrique IV y su temida guardia mora, cuando el Alcázar alcanza su máximo esplendor y riqueza decorativa. Por su puente levadizo salió Isabel para ser coronada reina de Castilla en la Plaza Mayor y la Iglesia de San Miguel, templo posteriormente demolido para reconstruirlo en su actual ubicación. Felipe II se encargaría de cambiar el puente de madera por el actual de piedra, que se levanta sobre un profundo foso mitad natural, mitad excavado como cantera para la construcción del castillo.
A pesar de su edad y sus achaques, el Alcázar ha trascendido la modernidad digital al aparecer sin demasiado rigor histórico, todo hay que decirlo, en un capítulo de los Simpson. Fueron unos segundos, apenas un fotograma, pero suficientes para reconocer su silueta. Lo hizo en el capítulo titulado “Cuatro grandes mujeres y una manicura”; en él, Marge y Lisa van al salón de belleza, donde comienzan un animado debate sobre si una mujer puede ser inteligente, poderosa y hermosa a la vez. Para exponer sus argumentos, se apoyan en cuatro historias de mujeres famosas interpretadas por caras conocidas de su Springfield natal. Marge cuenta que la reina Isabel de Inglaterra quería desposar, momento en el que le aparece como pretendiente el rey Julio de España, que vive en el Alcázar de Segovia. La reina lo rechaza y Julio comienza una guerra contra la pérfida Albión para conseguir sus favores. Y así, en una surrealista interpretación de los hechos, surge la Armada Invencible. El episodio fue emitido en Estados Unidos en mayo de 2009 y en enero del año siguiente en España, donde fue visto por más de cinco millones de telespectadores. El Patronato podría tomar nota, poner un cartel, aprovechar para hacer publicidad, pues los turistas también se fijan en este tipo de cosas y que el Alcázar haya salido en una serie tan popular es un aliciente para los visitantes.
El cine también ha montado sus cámaras y luminarias entre sus paredes: ha sido escenario de Camelot (1967) como castillo de Sir Lancelot du Lac. También de series tan afamadas como Águila Roja e Isabel. Precisamente la escenografía de la coronación de Isabel la Católica que aparece en la serie televisiva toma como referencia el mural de Muñoz de Pablos del que hablamos anteriormente.
Orson Welles, tan español como nosotros y cuyas cenizas abonan una dehesa de toros bravos, lo utilizó en Campanadas a medianoche y posiblemente La Cenicienta paseó por sus salones antes de llegar al cine animado. También la revista digital Etapa Infantil, dirigida a los padres, ha confeccionado una lista con los diez lugares que todo niño español debería ver antes de cumplir diez años. En la lista aparecen lugares tan divertidos como el Parque Gulliver en Valencia, Parque Europa en Madrid, Dinópolis en Teruel o Atapuerca en la provincia de Burgos. Por supuesto está nuestro Alcázar, pero no lo hacen ni la Alhambra ni la Catedral de Burgos. Queda claro que nuestro monumento constituye una visita para todos los públicos.
El Alcázar, más allá de ser un grandioso edificio, es un conjunto de jardines, miradores, con un monolito a un gran químico y estatuas de los dos artilleros que encabezan la escalilla del arma. Árboles, ríos, murallas y bandera. Almenas y esgrafiados, troneras y tronos. Horizontes y cortados. Es la Fuencisla y San Juan de la Cruz. Zamarramala y la Vera Cruz. Es el pinarillo y un cementerio judío. Es un ¡Oh maravilla! y un ¡hala! infantil. Es sangre castellana y agua del manantial de la Fuenfría que vuela sobre el acueducto romano. Es hogar de reyes y libertades, de rebeldes y peleas, de espadas y cañones, de pólvora y bolaños, de ilusión y vocaciones.
Desfilando entre El Alcázar y el convento de San Francisco, aprendí que el espíritu artillero es una mezcla de sentimientos de pertenencia a un grupo donde crecen unos valores abonados con orgullo, compañerismo, amor al sacrificio y aversión a la fatiga, sed insaciable de conocimiento, espíritu innovador y vocación de servicio; porque el alma del artillero es inconformista sin llegar a ser indómita, a menudo rebelde, exigente, voluntariosa, leal, comprometida, creativa, inquieta, reformista, abierta… y porque el Real Colegio forja auténticos líderes capaces de impulsar el cambio y las mejoras en cada uno de sus destinos.
A los pies de Peñalara y la Mujer Muerta aprendimos que liderar implica trabajar y ejercer el mando con humildad, reconociendo los propios límites; con humanidad, dirigiendo personas de dispar carácter y destreza; con honestidad, siendo consecuente entre lo que se piensa y hace, y por supuesto, con humor, pues la gravedad y la tristeza en poco contribuyen al cumplimiento de la misión.
Segovia y su Alcázar te atrapan. Segovia y su Alcázar te enamoran. Es imposible sustraerse a su embrujo. Es natural apasionarse con su historia, su carácter y sus gentes. Contemplar los primitivos arcos del Acueducto desde las aulas de la Academia, desfilar entre palacios, iglesias y torreones, formar en la plazuela del Alcázar o pasear de uniforme por sus salones es un privilegio al alcance de unos pocos afortunados, ésos a quienes llaman artilleros.
Al final de mi carrera, he tenido la fortuna de participar, junto al general Palacios, aquí presente, en la recuperación de un elemento arquitectónico singular ligado a la Artillería y a la Ingeniería de Armamento y Construcción. La cúpula artillera del Ejército de aquel momento ayudó en el proyecto. Me refiero a la verja histórica del Taller de Precisión de Artillería que separaba el recinto de la calle Raimundo Fernández Villaverde de Madrid. Ahora descansa orgullosa de sus 108 años en el complejo del Convento de San Francisco. Tuve el honor de inaugurar su nueva ubicación y pronunciar una conferencia sobre su historia. No había mejor lugar que Segovia para darle el brillo y reposo que merece.
Pero un colegio tiene su razón de ser en la enseñanza. En la era actual, la del conocimiento, éste es el principal activo de un país, tal vez el más importante de ellos. Sin él, no hay ventaja competitiva sostenible, paz social duradera o bienestar perdurable. Usarlo no lo consume. Transferirlo no hace que se pierda, sino que lo enriquece. Abunda, pero la habilidad para usarlo escasea, tal vez porque sale por la puerta cada tarde y no regresa hasta la mañana siguiente.
Del pasado se aprende, pero vivir de antaño hogaño sería como conducir un coche usando sólo los espejos retrovisores. La utilidad del conocimiento consiste en proporcionar las herramientas de decisión que anticipan e influyen sobre los acontecimientos futuros. A nivel nación, sólo es posible llegar a buen puerto si se parte de una acertada visión prospectiva y se trabaja sin descanso para corregir el rumbo manteniendo estables los objetivos realmente estratégicos —las llamadas políticas de Estado—, lo que es imposible sin una afinada voluntad y una correcta gestión del conocimiento y el aprendizaje.
Un país es grande cuando valora su patrimonio cultural y el conocimiento de manera adecuada, impidiendo la dolorosa fuga de talento por razones políticas, económicas o sociales. El valor diferencial de una nación debe partir del respeto a su historia y sus tradiciones, el reconocimiento de sus héroes y sabios, la aceptación de una realidad poliédrica y una visión compartida del futuro colectivo por encima de ideologías, intereses y políticas y todo ello edificado sobre una sociedad empapada en valores como la tolerancia, la solidaridad, el juego limpio, el respeto, el honor, el espíritu de sacrificio, el sentido del deber, la ejemplaridad, la lealtad, la unión de todos y, cuando sea necesario, la resiliencia, el coraje y el valor llevado hasta el heroísmo. Sin duda, la Artillería y su cuna segoviana forman parte de la grandeza de esa gran nación a la que me refiero: España.
El término patria comporta obligaciones y compromisos para sus hijos tal y como recogían las Siete Partidas de Alfonso X, esas que estuvimos a punto de perder si el rayo hubiese acertado con el monarca en su observatorio palaciego.
Una gran nación se agosta si no tiene un corazón que la mantenga, un motor llamado patriotismo sustanciado en un sentimiento colectivo de pertenencia, de respeto a su pasado, de aprecio por sus triunfos y dolor por sus derrotas; y de esperanza común en su porvenir, sintiendo como propios los avatares de todos. Patriotismo es un intangible que subordina los intereses personales, regionales, locales, de partido, sindicato, grupo o cuna a los intereses generales de la nación. Ser patriota es vibrar con España, sufrir y gozar con ella; estar orgulloso de ser español. Afortunadamente, hoy existe en España una inmensa mayoría silenciosa de patriotas que, cada uno a su manera, muchos venidos de muy lejos, se esfuerza día a día sin darse cuenta de su enorme contribución al bien común. Sentimiento y compromiso que ha crecido de manera significativa durante los difíciles momentos de la pandemia de coronavirus que todavía arrastramos.
El sistema educativo nacional, del que la formación militar es un componente más, es el mejor instrumento para lograr una España próspera que ocupe el lugar que le corresponde en el entorno internacional y la piedra angular de lo que dejaremos en herencia a las siguientes generaciones. No olvidemos que España es una nación bella e influyente que cuando se mira al espejo se ve fea y torpe –tenemos una baja autoestima nacional–, pero que es envidiada, imitada y casi siempre admirada por el resto de las naciones.
En la medida que el Real Colegio sea capaz de contribuir a la mejora de la educación, la gestión del conocimiento, la investigación, la innovación y la defensa podremos afirmar con rotundidad que el enorme potencial presente en él será útil para la sociedad que lo sostiene y justifica.
Concluyo: conocimiento y espíritu innovador han fundamentado los avances del ser humano, ayudan al progreso de los pueblos e individuos en un mundo global y constituyen la base del futuro. Gestionemos el primero y promovamos el segundo para dejar a nuestros hijos y nietos una España mejor.
Termino recordando a nuestros compatriotas desplazados lejos de la comodidad de sus hogares y a cuantos arriesgan su vida para que podamos celebrar hoy este acto en paz y libertad: me refiero a nuestros militares, policías, miembros del CNI, diplomáticos, misioneros, científicos, cooperantes y voluntarios repartidos por todo el mundo como embajadores imprescindibles de la marca España y contribuyentes netos a la mejora de nuestro mundo y del tiempo que nos ha tocado vivir. Mención especial a los que dieron su vida por España, pues no quisieron andar otro camino ni vivir de otra manera.
Como veterano artillero, ingeniero y patriota, quedo en deuda con ustedes por invitarme a este acto, así como por su presencia y atención.
Muchas gracias.
G. División (R) Manfredo Monforte Moreno
Dr. Ingeniero de Armamento. Artillero
De la Academia de Ciencias y Artes Militares