Las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China amenazan con redividir un mundo cuya cohesión será crucial para abordar multitud de problemas.
La reciente visita a Pekín del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, a menudo conocido simplemente como Lula, debería servir a Washington para comprobar la realidad. Tras las visitas de los líderes de Francia, España, Singapur y Malasia, y el éxito de la mediación en el acercamiento entre Irán y Arabia Saudí, confirma ahora a China como un actor global en la escena mundial. Su presencia es permanente y creciente. Sin embargo, Estados Unidos no ha tenido plenamente en cuenta la magnitud del ascenso de China, ni el sistema multipolar de relaciones internacionales que augura.
La relación de Estados Unidos con China siempre se ha definido en términos binarios. La China «buena» era la pragmática; abrazó el capitalismo tras las reformas de Deng Xiaoping en 1978 y fomentó la ilusión de que el pluralismo político, si no la democracia, estaba a la vuelta de la esquina. La «mala» es la China comunista cada vez más autoritaria de Xi Jinping, que abandonó las reformas de Deng en 2012. Esta China ha centralizado el poder, reprimido la apertura, modernizado masivamente sus Fuerzas Armadas en todos los ámbitos bélicos y proyectado su poder en Asia Oriental y Sudoriental.
Sin embargo, China y Estados Unidos están atrapados en una relación de codependencia. Los lazos comerciales y de inversión entre ambos países son fundamentales para su prosperidad y la de la economía mundial. La extensión por parte de la administración Biden de las políticas proteccionistas de Donald Trump ha restringido el comercio y ha hecho que China se sienta insegura. El rechazo chino a la colaboración internacional en favor de la autosuficiencia nacional en innovación tecnológica, desde la IA a la computación cuántica, ha alarmado igualmente a Washington.
China cree que Estados Unidos pretende contener su ascenso, una idea nada descabellada si se tiene en cuenta que el pivote de Barack Obama hacia Asia en 2012 pretendía en parte reafirmar la primacía militar estadounidense en Asia-Pacífico. Estados Unidos, por su parte, teme que China le suplante como hegemón mundial. Aunque su incesante crecimiento se ha visto mermado por los efectos de la pandemia del coronavirus, el estallido de la burbuja inmobiliaria, los préstamos morosos y la disminución de la mano de obra, es probable que China se convierta en la potencia económica dominante del mundo a mediados de siglo. Esta trayectoria y las repetidas declaraciones de Xi de que Estados Unidos está en un declive fatal no hacen sino intensificar la ansiedad de los estadounidenses.
Washington y Pekín, presionados por su propia retórica, se demonizan mutuamente y se habla de guerra. Para alejarse del precipicio del conflicto es fundamental restablecer el diálogo. Sin ese diálogo, no hay esperanza de recuperar la confianza mutua, como escribió Tom Friedman en el New York Times el 14 de abril.
Ambas partes deben reducir su apego a las anteojeras culturales que obstaculizan el compromiso. Puede que Xi crea que China ha resucitado su estatus celestial de “Middle Kingdom”, el centro de la civilización en torno al cual gira el mundo, pero eso es un anacronismo en un mundo de potencias emergentes. Lo mismo cabe decir de la creencia estadounidense, culturalmente arraigada, de que Estados Unidos ha estado históricamente destinado a redimir a un mundo descarriado. El objetivo de la política exterior no es transformar el mundo según la imagen que Estados Unidos tiene de sí mismo, sino defender y potenciar los intereses del país en un mundo competitivo y a menudo conflictivo.
Para avanzar en este objetivo, eliminar las barreras a la comunicación y reconstruir la confianza entre Washington y Pekín, debe hacerse mayor hincapié en la diplomacia. Xi debe abandonar la combativa diplomacia del guerrero lobo impulsada por la hostilidad hacia Occidente y retomar el enfoque cooperativo y pragmático de Hu Jintao y sus predecesores. Estados Unidos debe poner fin a su persistente apego a la unipolaridad y a la división simplista del mundo en democracias y autocracias. Es necesario que haya un Estado de derecho, pero en el mundo multipolar que está surgiendo Estados Unidos ya no será el único gobernante.
Proteger los intereses de Estados Unidos exige conservar una fuerza militar robusta, bien entrenada y equipada y que opere en un alto estado de preparación. Es prudente imponer sanciones a los chips semiconductores de doble uso que China usará para modernizar sus capacidades militares. Comunicar públicamente los logros sociales y científicos de Estados Unidos y su éxito en la mejora de la calidad de vida de sus ciudadanos, como ha escrito Robert Gates, también ayudará a contrarrestar la desinformación china siempre que el mensaje esté exento de mojigatería. Estados Unidos debe presentarse como un modelo a imitar por los demás y no como un misionero proselitista.
En última instancia, Estados Unidos debe reconocer que el ascenso de China forma parte de la redistribución más amplia del poder mundial estimulada por el final de la Guerra Fría. Liberados de las limitaciones de la lucha entre Estados Unidos y la Unión Soviética, los países emergentes empezaron a hacer valer sus intereses nacionales. India, Brasil, Turquía, Indonesia y otros Estados pretenden sustituir un orden mundial dominado por Occidente por políticas que coincidan con sus objetivos.
Están a favor de un mundo basado en normas, como declaró el año pasado el ministro de Asuntos Exteriores indio, S. Jaishankar, siempre que no comprometa sus intereses. Las naciones del sudeste asiático se niegan a tomar partido en el conflicto entre Estados Unidos y China; siguen siendo escépticas en cuanto a que la guerra de Ucrania sea el portentoso choque de ideologías presentado por Occidente. Los intereses contrapuestos llevaron a quince países africanos a abstenerse en la votación de la ONU de febrero de 2023 en la que se pedía a Rusia que retirara sus fuerzas de Ucrania. Los intereses contrapuestos también se inmiscuyen en la solidaridad de los aliados de Estados Unidos, que desean evitar convertirse en «vasallos», como dijo el primer ministro francés, Emanuel Macron, en un enfrentamiento entre Estados Unidos y China.
La desdolarización está en marcha en el comercio internacional, en parte para evitar las sanciones financieras estadounidenses en materia de seguridad nacional. Lula es partidario del uso de monedas alternativas para liquidar operaciones transfronterizas, y Bangladesh ha decidido recientemente pagar una central nuclear rusa con el renminbi chino. Economistas e inversores como Nouriel Roubini y Ruchir Sharma sostienen que nos dirigimos hacia un mundo de bloques de divisas.
Las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China amenazan con redividir un mundo cuya cohesión será crucial para abordar multitud de problemas, entre los que destacan el cambio climático, la pobreza, la prevención de enfermedades y los conflictos militares. En el sistema político internacional en evolución que emerge de las ruinas del antiguo condominio soviético-estadounidense, la distribución del poder es cada vez más dispersa.
Para mantener un orden mundial estable, será cada vez más importante que Estados Unidos y China encuentren un término medio con otras potencias regionales no menos decididas a opinar sobre cómo se gobierna el mundo. Para evitar un conflicto calamitoso que balcanizaría el mundo o, peor aún, lo sumiría en una nueva era oscura de guerra perpetua, Washington y Pekín deben encontrar un modus vivendi que les permita conciliar pacíficamente sus intereses contrapuestos en un mundo cambiante.
Fte. The National Interest (Hugh De Santis)
Hugh De Santis fue funcionario de carrera del Departamento de Estado. Formó parte del Personal de Planificación Política, entre otros destinos, y más tarde presidió el Departamento de Estrategia de Seguridad Nacional de la Escuela Nacional de Guerra. Su último libro es The Right to Rule: American Exceptionalism and the Coming Multipolar World Order.