La guerra biológica no es un concepto nuevo en el ámbito de la política internacional, ya que se ha empleado como herramienta para sabotear al enemigo en siglos anteriores.
Este tipo de armas constituyen una subcategoría de las Armas de Destrucción Masiva (ADM), en las que se emplean deliberadamente microorganismos como patógenos y toxinas para causar enfermedades o la muerte de seres humanos, ganado y animales.
Desde su empleo en el siglo XIV por los mongoles, hasta el que hizo el Japón imperial durante los años 30-40 contra los chinos, siempre ha sido una amenaza para la seguridad mundial.
Su evolución puede dividirse en cuatro fases: la primera incluye los desarrollos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con el empleo de cloro y fosgeno en Ypres; la segunda fase estuvo marcada por el uso de agentes nerviosos como el tabún, el inhibidor de la colinesterasa y las bombas de ántrax y peste; el inicio de la tercera fase estuvo marcado por el empleo de armas biológicas en la guerra de Vietnam durante la década de 1970, donde se emplearon agentes mortales como el agente naranja; la cuarta y última fase incluye la época de la revolución biológica y tecnológica en la que las técnicas de ingeniería genética estaban en su apogeo.
Tradicionalmente se han empleado en tiempos de guerra contra el enemigo, pero con la aparición de actores violentos no estatales, el bioterrorismo se ha convertido en otra amenaza potencial para la seguridad de los estados.
De hecho, ciertos objetivos se asocian al empleo de armas biológicas: en primer lugar, se pretende golpear a la economía del país objetivo, derribar la autoridad gubernamental y tener un efecto psicológico en las masas de la población objetivo; también es un tipo de guerra psicológica, ya que puede golpear a un número menor de personas, pero deja un impacto en un público más amplio a través de la intimidación y la difusión del miedo; finalmente, crea circunstancias naturales en las que se induce a una población con una enfermedad sin revelar al verdadero responsable.
Con el avance de las técnicas de ingeniería genética, cada día se producen más armas biológicas letales en todo el mundo. Los países económicamente desfavorecidos son más propensos a perseguir este tipo de objetivos, ya que es difícil para ellos optar por una gran sofisticación militar, teniendo en cuenta sus pobres condiciones económicas.
Las armas biológicas son una herramienta barata para que los países en desarrollo aborden sus problemas en el entorno de seguridad internacional actual.
Durante las primeras décadas de la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética adquirieron toneladas de armas biológicas junto con la proliferación nuclear, si bien la búsqueda de estas armas se redujo durante la década de 1970 con la creación de la Convención sobre Armas Biológicas y Toxínicas (CAB).
Esta convención se presentó en 1972 ante los países y finalmente entró en vigor en 1975 con 150 países que firmaron esta convención y 140 países que se adhirieron plenamente a este tratado. En ella se prohibió todo tipo de armamento biológico, con el fin de promover la paz y la estabilidad en el mundo.
Tiene, no obstante, defectos obvios, al ser incapaz de abordar muchas cuestiones, como que no impide en sí misma el empleo de armas biológicas, sino que se limita a reforzar el Protocolo de Ginebra de 1925, que prohíbe su uso.
La Convención permite la «investigación defensiva», a la que hay muchas objeciones sobre lo que esto implica, ya que no es vinculante para los Estados firmantes y, en caso de que los países no la cumplan, carece de técnicas de supervisión eficaces para vigilarlos, tanto si persiguen estas capacidades de armas biológicas, como si no.
Desde la creación de esta convención hasta ahora, ha fracasado claramente a la hora de impedir que los países adquieran y empleen estas armas. Esto es evidente, ya que ha habido casos después de 1975 en los que se emplearon estas armas, como en la década de 1980, cuando Irak empleó gas mostaza, sarín y tabún contra Irán y otros grupos étnicos de ese país. Otro incidente destacado fue el ataque con gas nervioso Sarín en el metro de Tokio, que dejó miles de heridos y muchos muertos. Sin embargo, en la era de la posguerra fría, el número de estos ataques se redujo, ya que tras los atentados del 11 de septiembre se prestó mucha atención al terrorismo con el cambio de la arquitectura de seguridad mundial.
Las «cartas con ántrax» en los atentados posteriores al 11 de septiembre revelaron otra dimensión de las armas biológicas: la amenaza del bioterrorismo por parte de agentes no estatales. Estados Unidos se convirtió en víctima del bioterrorismo cuando en 2001 se transportó por carta un polvo que contenía una bacteria llamada ántrax que infectó a muchas personas.
Uno de los objetivos de los terroristas es hacer que las masas en general se sientan inseguras en manos de su gobierno y el hecho de que sean más baratas y más devastadoras que las convencionales, hace más probable que sean empleadas por ellos. Además, son fáciles de ocultar y transportar y como una cantidad menor pueda dejar impactos duraderos en una población mayor hace que estas armas sean más atractivas.
Ahora que nos enfrentamos a una pandemia mundial en forma de COVID-19, que según algunas teorías conspirativas es un arma biológica, podrían suponer un reto aún más serio para la seguridad internacional en las próximas décadas.
No existe ninguna evidencia científica que demuestre que el Corona Virus es un arma biológica, pero lo cierto es que, sea o no un arma biológica, el mundo no estaba preparado para ello. Pero, no sólo los países en vías de desarrollo, también los desarrollados sufrieron a pesar de tener una enorme infraestructura médica.
El hecho de que hayan disminuido los incidentes relacionados con el bioterrorismo no debe hacernos pensar que no existe la posibilidad de que se produzcan estos ataques, ya que el mundo haya fracasado en el manejo de Covid-19 pone un signo de interrogación sobre la credibilidad de las medidas en caso de que nos enfrentemos al bioterrorismo.
La comunidad médica, así como la población en general, necesita desarrollar una comprensión de cómo responder si se produce un ataque de este tipo. A nivel internacional, existe una necesidad imperiosa de desarrollar algunas normas sólidas que desalienten el desarrollo y el empleo de este tipo de armas en cualquier capacidad.
Fte. Modern Diplomacy