Hace un par de meses, Francia se vio envuelta en una explosiva ola de disturbios civiles alimentada por las crecientes rivalidades interétnicas.
Las dramáticas imágenes y titulares de esta crisis podrían ilustrar un ejemplo de libro de texto de cómo es un estado de naturaleza hobbesiano sin ley. No se puede exagerar la importancia de la situación: el mundo entero fue testigo del estallido de la anarquía en una gran nación europea. La violencia callejera no sólo tuvo lugar en París, sino también en otras ciudades francesas, y el contagio llegó incluso a la vecina ciudad suiza de Lausana. Se golpeó a la gente, se saquearon comercios, se quemaron vehículos y se cometieron innumerables actos de vandalismo. Mientras las fuerzas del orden se veían desbordadas por las proporciones y la intensidad de esta revuelta popular, el gobierno francés, incapaz de responder eficazmente, se vio gravemente sacudido por la sismicidad de las subsiguientes ondas expansivas políticas. La raison d’état no estaba en el Elíseo.
A su vez, la reacción de los ciudadanos de a pie mostró una combinación de incredulidad, preocupación, consternación, indignación e incertidumbre. La percepción de peligro hizo pensar a la gente que no hay garantías fiables de que se respeten su vida, su integridad y sus bienes. Además, el hecho de que estos acontecimientos tuvieran lugar poco antes del aniversario de la Revolución Francesa hace que las cosas parezcan aún más ominosas. Desde una perspectiva de largo alcance, podrían interpretarse como una poderosa confirmación de que la historia ha regresado fatalmente a Europa Occidental, una región que albergaba grandiosas expectativas en la era posterior a la Guerra Fría. Tales ilusiones de paz y armonía eternas están siendo destrozadas por la realidad. Así pues, es pertinente evaluar el trasfondo de la situación, aclarar sus implicaciones más amplias en Francia y fuera de ella y prever el comportamiento de las trayectorias imaginables.
Descifrar la crisis
Atribuir estos acontecimientos a un trágico incidente en el que se vieron implicadas las fuerzas policiales francesas y un adolescente árabe en un tiroteo mortal es simplificar demasiado la realidad. Tal suceso no fue más que el detonante que encendió los disturbios, pero el metafórico brebaje de brujas lleva ahí un tiempo. En otras palabras, es el resultado de fuerzas estructurales impersonales. En las últimas décadas, Francia acogió una inmigración masiva, principalmente de la región MENA y del África subsahariana, para compensar las bajas tasas de natalidad de la población local y también para importar trabajadores cuya mano de obra barata representaba un activo valioso tanto para los empresarios como para los políticos interesados en desarrollar bloques de votantes. A diferencia de otros Estados, no hubo un esfuerzo político sistemático para fomentar la asimilación, de modo que un «crisol de razas» pudiera garantizar un grado razonable de cohesión social. Como nación que a menudo se presenta a sí misma como la principal heredera legítima de la Ilustración, Francia adoptó el multiculturalismo como un modelo que, en teoría, facilitaría una coexistencia armoniosa.
Sin embargo, las cosas han jugado de otra manera. Los hechos sobre el terreno demuestran que dicho modelo no ha cumplido su promesa. Por el contrario, Francia se ha convertido en un hervidero de islamismo militante y tensiones interétnicas. Contrariamente a lo que se suele creer, la proliferación de la hostilidad recíproca entre diferentes grupos demográficos no es el resultado de una falta de entendimiento mutuo. En realidad, la animosidad florece en tales circunstancias porque los grupos que pertenecen a civilizaciones diferentes son profundamente conscientes de que sus distinciones sustanciales, visiones del mundo, intereses e identidades son difíciles de conciliar.
El choque de civilizaciones, profetizado por Samuel Huntington, puede tener lugar no sólo entre naciones o coaliciones regionales, sino también dentro de los Estados. De hecho, la historia enseña que los distintos pueblos que habitan un mismo territorio suelen estar enfrentados entre sí. Pueden hacer negocios e interactuar entre sí, pero la desconfianza mutua y los profundos contrastes culturales son difíciles de superar. Aunque algunos inmigrantes consiguen asimilarse con éxito y prosperar en todos los ámbitos de la vida (incluidos los deportes, la moda, los negocios, el mundo académico y la política), los ciudadanos franceses liberales consideran con condescendencia a sus comunidades como grupos atrasados y poco ilustrados que deben adoptar creencias liberales posmodernas. Para los nacionalistas de línea dura, la creciente presencia de inmigrantes africanos y árabes que prefieren no asimilarse no debe ser bienvenida porque sus orígenes socioculturales, religiosos y lingüísticos son muy diferentes. Según esta lógica, su extranjería debilita el tejido social y pone en peligro la preservación del «modo de vida francés».
A su vez, muchos de estos inmigrantes se han trasladado a Francia en busca de mayores niveles de prosperidad material y económica y, en algunos casos, se les ha concedido formalmente la ciudadanía francesa. Sin embargo, no todos ellos están interesados en renunciar a sus identidades distintivas para asimilarse en su sociedad de acogida. Desde su punto de vista, a pesar de su riqueza material, Francia, al igual que gran parte del mundo occidental, es despreciada. Francia es vista como una sociedad en decadencia llena de individualismo, descreídos, arrogancia intelectual, desarraigo, hedonismo, depravación moral y promiscuidad sexual. Y ellos no quieren formar parte de eso. Están en Francia para ganarse la vida, no para emular a Voltaire, Robespierre, Michelle Foucault o Simone de Beauvoir. Curiosamente, comparten intuitivamente la idea spengleriana de que una sociedad en la que la decisión de tener hijos es una mera cuestión de análisis coste-beneficio ya está en vías de desaparición. Para muchas de estas personas, las estructuras colectivas como la religión organizada, los valores familiares, la pertenencia a una tribu y los roles tradicionales de género son importantes. También existe gran resentimiento político e histórico. Son conscientes de que, a pesar de la lealtad retórica del Estado francés a los principios de liberté, egalité, fraternité, linternas de su autoproclamada misión civilizadora, se ha comportado como un implacable señor imperial en Oriente Próximo, el Magreb y África.
Independientemente de lo que se pueda pensar sobre la legitimidad última de estas reivindicaciones contrapuestas, está claro que alcanzar un modus vivendi funcional es, como mínimo, una empresa difícil.
Además, el Estado francés no ha hecho nada para abordar estas cuestiones, mitigar la asimetría de percepciones o tender puentes. Esta actitud no es sorprendente. Al fin y al cabo, los dirigentes y analistas liberales posthistóricos carecen de los marcos cognitivos adecuados para identificar, diagnosticar y abordar estos retos. Los tecnócratas pasan por alto la importancia del miedo, las identidades relacionales y el amor a lo propio como componentes intemporales y universales de la condición humana. Para ellos, los seres humanos son meros maximizadores racionales de la conveniencia instrumental, de modo que, cuando un problema no puede explicarse con esa lógica, hacen la vista gorda o esperan que desaparezca por sí solo como resultado de un «progreso» incremental. Como era de esperar, dicha desatención ha ido alimentando el aumento de las tensiones. Este creciente problema social se refleja en la proliferación de actos violentos de islamismo militante, el ascenso de fuerzas nacionalistas de línea dura e incluso ataques anticristianos y antisemitas. En estas condiciones, la concentración de inmigrantes no asimilados en determinadas zonas urbanas periféricas ha dado lugar a enclaves étnicos en los que la presencia del Estado francés ni siquiera es simbólica. Se aconseja a los «forasteros», extranjeros y turistas que se mantengan alejados. Incluso los agentes de policía se resisten a patrullar dichas zonas. En muchas de estas denominadas «zonas prohibidas», la ley constitucional del país queda anulada por el apoyo popular superior a la sharia. Desde hace años, militares franceses, tanto en activo como retirados, vienen advirtiendo de la posibilidad de que aumenten las tensiones que podrían desembocar en una «guerra racial», una posibilidad con preocupantes ramificaciones para la seguridad nacional. Su último mensaje, supuestamente firmado por 100.000 militares en activo, menciona incluso que los hombres y mujeres de uniforme franceses tendrían que restaurar el orden en caso de insurrección o guerra civil. Sin embargo, estas predicciones han sido tachadas de alarmismo motivado por la politiquería y ha prevalecido la inercia.
Otro factor importante es la influencia de los acontecimientos externos. Las secuelas de la Primavera Árabe, que incluyen vacíos de poder, Estados fallidos y matanzas sectarias, han facilitado la llegada de yihadistas a Francia. En cuanto a sus capacidades, estos combatientes han acumulado experiencia de combate en algunos de los teatros de operaciones más peligrosos de la región de Oriente Medio y Norte de África. En cuanto a su determinación, están dispuestos a morir, matar y hacer la guerra por lo que creen que es la palabra literal de Dios. Además, en sus países de origen, estos wahabíes eran enemigos acérrimos de hombres fuertes laicos como el coronel Gadafi y Bashar al-Assad. Si no tenían miedo de desafiar a sus regímenes draconianos, ciertamente no se dejan intimidar por hombres como François Hollande y Emmanuel Macron. Asimismo, las intervenciones militares rusas y estadounidenses, tanto manifiestas como encubiertas, en la región de Oriente Medio y el Norte de África pueden haber estado motivadas por un interés oculto en provocar un éxodo masivo que no pudiera ser absorbido, gestionado o controlado por Estados europeos como Francia con el propósito de sembrar la inestabilidad. Tal medida sería coherente con la maquiavélica Realpolitik.
Posibles ramificaciones
La consecuencia más obvia mencionada por la mayoría de los medios de comunicación y comentaristas de la corriente dominante es el ascenso político de las fuerzas nacionalistas de línea dura y una mayor resonancia social de su mensaje. Ni que decir tiene que este caos puede ser beneficioso para políticos como Marine Le Pen, Éric Zemmour y para las redes que comparten su ideología en mayor o menor medida. No obstante, hay otras tres implicaciones que deben examinarse.
Primero. El fracaso del multiculturalismo tiene consecuencias para la seguridad nacional. Por ejemplo, la violenta desintegración de la antigua Yugoslavia fue provocada por las tensiones interétnicas. El mismo factor desempeñó también un papel significativo en la caída de la URSS y es uno de los principales ingredientes de muchos de los llamados «conflictos congelados» del espacio postsoviético. Del mismo modo, dicho elemento es un motor clave del conflicto en focos de confrontación como Cachemira, Cisjordania, Xinjiang, Siria, Líbano, Yemen, Irak, AfPak e incluso Ucrania. Por otra parte, los flujos migratorios irregulares, como cualquier otro vector de interdependencia compleja, pueden convertirse en armas para chantajear, obtener monedas de cambio, aprovechar ventajas estratégicas asimétricas o desestabilizar a los rivales mediante la desestabilización. Estados como Bielorrusia, Libia, Turquía y Cuba han esgrimido convincentemente la amenaza de inundar las puertas de sus vecinos con gran afluencia de refugiados.
No es de extrañar que varios Estados, como Israel, Turquía, Hungría, Polonia e India, aborden la preservación de su carácter nacional, su identidad y su equilibrio demográfico básico como una prioridad existencial. Como explica el pensador israelí y teórico contemporáneo del nacionalismo Yoram Hazony, una nación es una red de individuos cuyas lealtades mutuas se sustentan en denominadores comunes relacionados con la cultura, la historia, la lengua, las tradiciones y la expectativa de un destino colectivo. Por lo tanto, si un Estado se convierte en una mera colección de tribus sin parentesco cuyos miembros sólo comparten pasaportes expedidos por el mismo gobierno, entonces ya no existe ningún pegamento que sustente la cohesión nacional. En condiciones prósperas, esa realidad puede persistir durante un tiempo, pero en cuanto sobrevenga una crisis importante, no habrá ningún incentivo para unir fuerzas para hacer frente al desafío. Una casa dividida no puede sostenerse. La capacidad de Francia para funcionar como una nación funcional está siendo puesta a prueba.
Sin embargo, quizá la consecuencia más problemática de los recientes acontecimientos en Francia es que una dinámica similar podría ganar terreno en sociedades con condiciones parecidas, sobre todo en Gran Bretaña, Alemania y Suecia. Los signos de animosidad interétnica violenta se están convirtiendo en «parte integrante» de la vida cotidiana en estas naciones europeas.
Segundo. Existen dudas razonables sobre la sostenibilidad de la posición geopolítica de Francia como gran potencia europea. Los Estados poderosos pueden soportar su buena dosis de agitación. Los disturbios de Irlanda del Norte no comprometieron el poder nacional del Reino Unido. A su vez, Rusia parece haber capeado el impacto de la reciente rebelión encabezada por el Grupo Wagner con su estabilidad política general prácticamente indemne. Sin embargo, en ambos casos, el horizonte de sucesos era limitado en términos de alcance, tiempo y espacio. Sin embargo, una guerra civil en muchos rincones del llamado «Hexágono» sería algo totalmente distinto. Lejos de ser un remanso periférico, Francia es un Estado con capacidades industriales avanzadas, arsenal nuclear propio e importantes fuerzas convencionales. También es un miembro clave de la OTAN, así como uno de los dos motores de la Unión Europea. Una Francia sumida en un conflicto interno podría entrañar riesgos para el equilibrio regional de poder en Europa y quizá incluso para la estabilidad estratégica sistemática. Ni que decir tiene que un posible triunfo de las fuerzas nacionalistas o de los islamistas probablemente alteraría la correlación internacional de fuerzas en más de un sentido como consecuencia de los realineamientos geopolíticos del vencedor.
Tercero. Una guerra civil en Francia abriría ventanas de oportunidad para la intervención extranjera, encubierta o abierta. En función de sus intereses e inclinaciones ideológicas, otros Estados podrían decidir apoyar a liberales, nacionalistas, islamistas o africanos. Estados como Rusia podrían apoyar a más de una facción y emprender «medidas activas» para instigar el caos en Europa y socavar la unidad del llamado «Occidente colectivo». Del mismo modo, se desconoce si las fuerzas de la OTAN bajo liderazgo estadounidense abordarían la crisis y cómo lo harían. Sin embargo, la necesidad de restablecer el orden en suelo francés, garantizar un resultado político y estratégico favorable y evitar el estallido de un conflicto similar en otras naciones europeas incentivaría a la coalición transatlántica a implicarse de un modo u otro. El espectro de posibilidades imaginables podría incluir a) la facilitación diplomática de un alto el fuego negociado como paso previo a un compromiso, b) una intervención militar directa con botas sobre el terreno, similar a las operaciones del Pacto de Varsovia tanto en Checoslovaquia como en Hungría y c) todo y cualquier cosa intermedia. Teniendo en cuenta la actual reactivación de las rivalidades estratégicas en la segunda Guerra Fría, este escenario podría desembocar en una guerra por poderes en el corazón de Europa Occidental.
Lo que cabe esperar
Francia podría encontrarse ya en un estado de guerra civil de baja intensidad. De momento, está por ver si los enfrentamientos siguen siendo intermitentes o si se descontrolan. La falta de decisión del gobierno francés refleja la falta de voluntad para afrontar una situación difícil. Echar la culpa a los videojuegos y esperar que los problemas desaparezcan por sí solos equivale a enterrar la cabeza en la arena. Macron se siente acorralado por las expresiones abiertas de descontento político, como el movimiento de los Chalecos Amarillos y las protestas por la reforma de las pensiones. La errática política del «avestruz» responde probablemente a los intereses políticos a corto plazo de Macron, pero no resolverá la crisis. Macron también ha coqueteado con ideas más quijotescas, como el sueño teológico de rehacer el islam como una religión apolítica que abrace los valores occidentales. Por decirlo caritativamente, tal idea está fuera de contacto con la realidad. Como observó una vez el ayatolá Jomeini, quienes niegan que el islam sea una religión política no tienen ni idea de islam ni de política. Además, la prevalencia miope de la condescendencia mojigata es un obstáculo para el desarrollo de políticas basadas en el prisma de la empatía estratégica. Por lo tanto, la diplomacia francesa sólo puede confiar en un puñado de opciones para abordar la crisis:
Políticas de asimilación. Es necesaria mejor integración de los grupos demográficos altamente heterogéneos si Francia no quiere desmoronarse como consecuencia de la balcanización o la guerra civil. Esto significaría el abandono del multiculturalismo seguido de la adopción de políticas que generen un «crisol de razas». Con un poco de suerte, mayor número de matrimonios mixtos puede incluso fomentar tasas de natalidad más elevadas y reunir a miembros de distintas comunidades bajo el paraguas de un sistema político unificado. Las lecciones de los imperios y naciones multiétnicos que han tenido éxito pueden ser instructivas a este respecto. Sin embargo, dado que la consecución de resultados lleva generaciones, se trata de una solución a largo plazo y ahora mismo el tiempo es un lujo que París no puede permitirse.
Contrainsurgencia. Un conflicto irregular no puede ganarse mediante la aplicación convencional de la ley. Las detenciones y la persecución penal no bastarán para hacer frente a los disturbios organizados como expresión emergente de una guerra callejera calibrada que pretende obtener resultados políticos. Por el contrario, es necesario atacar a los principales líderes ideológicos, políticos y operativos de las redes militantes islamistas para socavar tanto sus estructuras como su apoyo popular. Afirmar la autoridad del Estado con medidas coercitivas cambiará el equilibrio de poder dentro de la comunidad musulmana francesa a favor de los servicios de seguridad y las agencias de inteligencia del país. El Estado no necesita ser amado, sólo ser temido como un Leviatán hobbesiano que hace lo que sea necesario para restablecer el orden. La exitosa experiencia de Estados como Israel, India, Colombia y Rusia en la contrainsurgencia puede aportar valiosas ideas. Esta estrategia es desagradable para un Estado como Francia, pero a veces son necesarias decisiones desagradables para asegurarse de que lo peor queda atrás. Por el contrario, la inacción fomentaría el crecimiento orgánico de grupos paramilitares de derechas como Generation Identity y la Liga de Defensa Judía, aumentando el ambiente de insumisión.
Reformulación de las políticas de inmigración. Un planteamiento moderado, y quizá aceptable para la mayoría de los ciudadanos franceses, sugiere la importancia de aplicar una normativa migratoria más estricta basada en criterios selectivos. Las fuerzas nacionalistas competitivas de línea dura van mucho más lejos. Exigen medidas drásticas como el recorte de la inmigración legal, mayor vigilancia estatal de las mezquitas e incluso la expulsión de los inmigrantes existentes que se nieguen a asimilarse como parte de una «reconquista» para recuperar las zonas urbanas «ocupadas» por extranjeros. Según Eric Zemmour (irónicamente, hijo de inmigrantes judíos norteafricanos), Francia debe acoger a los refugiados ucranianos, pero no a los musulmanes y/o árabes. Estas opiniones ya no son marginales. Su creciente eco sociopolítico genera presiones para que la república francesa adopte un marco migratorio sin paliativos.
Estas zanahorias y palos no se excluyen mutuamente. Además, las ideas contraintuitivas pueden aportar soluciones salomónicas que merece la pena explorar. Al fin y al cabo, las circunstancias extraordinarias requieren recetas poco convencionales. Por ejemplo, la controvertida novela Submission, escrita por Michel Houellebecq, describe un hipotético escenario paradójico en el que el dominio islámico en Francia conduce a un rejuvenecimiento de la sociedad que garantiza la supervivencia nacional de este Estado europeo.
Conclusiones
Aunque la última oleada de disturbios urbanos en Francia parece haber remitido, sus raíces estructurales subyacentes permanecen inalteradas. En consecuencia, este episodio presagia la escalada de la violencia tarde o temprano. Es probable que la magnitud de la próxima crisis sea mayor tanto cuantitativa como cualitativamente. Además, teniendo en cuenta el alcance de sus posibles repercusiones, se trata de un asunto cuyas implicaciones plantean retos para la seguridad nacional del Estado francés y también para la seguridad regional europea. Mientras el siniestro espectro de la guerra civil recorre Francia, se desconoce si el llamado «Hexagon» logrará revitalizarse como Estado nacional cohesionado. En tales condiciones, un espíritu mojigato de ilusiones es una receta para el desastre. Parafraseando ideas atribuidas a los legendarios estadistas franceses Richelieu y Talleyrand, las almas de los hombres pueden ser eternas, pero dar por sentada la vitalidad del Estado es peor que un crimen, es un error garrafal.
Fte. Modern Diplomacy (José Miguel Alonso-Trabanco)
Nacido en México, José Miguel Alonso-Trabanco es un profesional de las relaciones internacionales con un máster en Seguridad Nacional e Inteligencia Estratégica. Tiene experiencia como analista, investigador, asesor ejecutivo, consultor, profesor, conferenciante y autor de artículos académicos. Actualmente cursa un doctorado en Estudios de Defensa y Seguridad en la Universidad Massey de Nueva Zelanda. Sus áreas de especialización incluyen la geopolítica, la seguridad, el arte de gobernar, la naturaleza del poder nacional, las rivalidades internacionales, los conflictos, la hegemonía, la gran estrategia, los nuevos escenarios de competencia estratégica y la creciente importancia de los asuntos financieros y monetarios para las realidades geopolíticas del siglo XXI.