Un número creciente de estadounidenses se enfrenta a un profundo dilema, derivado de nuestra reciente y dolorosa historia de guerras fallidas con resultados muy distintos de los objetivos previstos.
La conversación sobre las razones de nuestro actual descenso en las cifras de reclutamiento militar, junto con el creciente aislacionismo de los estadounidenses, debería incluir algo más que el azote del «wokeismo». Debemos analizar nuestras guerras fallidas, extraer las importantes lecciones aprendidas y exigir responsabilidades a los líderes fracasados.
Las cicatrices de la guerra de Irak calan hondo en la psique estadounidense. Una guerra iniciada bajo la pretensión de eliminar las armas de destrucción masiva acabó transformando a Irak en un satélite iraní. El coste en sangre y dinero fue asombroso. Nuestra nación, yo incluido, se dio cuenta de que la liberación prometida había sembrado en cambio el caos y la inestabilidad.
Del mismo modo, el compromiso de dos décadas en Afganistán tenía como objetivo derrocar a los talibanes y establecer un gobierno estable. A pesar de las inmensas inversiones, nuestra caótica retirada y el posterior colapso del Gobierno afgano y sus fuerzas armadas, han suscitado dudas sobre la eficacia de guerras tan prolongadas cuando contamos con un liderazgo político tan voluble. El escepticismo ha arraigado, y muchos estadounidenses cuestionan la sensatez de sacrificar vidas y recursos por unos resultados que, en el mejor de los casos, parecen esquivos.
La reticencia a participar en guerras tiene su origen en la desconfianza hacia el liderazgo político y militar, más que en la duda sobre las capacidades de los militares. Este escepticismo se ve alimentado por la observación de que, a pesar de la capacidad de los militares para lograr éxitos, las decisiones políticas y la falta de compromiso a largo plazo suelen socavar estos esfuerzos. Las experiencias de Irak y Afganistán, donde años de sacrificio y bajas significativas condujeron finalmente a la retirada y mermaron cualquier posibilidad de éxito duradero, ejemplifican esta preocupación. La gente se pregunta por qué debe apoyar las guerras cuando las decisiones de los dirigentes pueden negar la posibilidad de logros duraderos.
Una cuestión evidente es la escasa capacidad de atención que se exhibe en el escenario mundial. Mientras que los adversarios planifican y actúan en términos de décadas y generaciones, la política exterior estadounidense sucumbe a menudo a la volatilidad de los ciclos políticos a corto plazo. La ausencia de una estrategia cohesionada y a largo plazo que abarque varias administraciones debilita la posición de la nación, permitiendo a los adversarios explotar la inestabilidad inherente a la política exterior estadounidense.
Además, la demonización y alienación de los potenciales reclutas militares agrava el problema. ¿Cómo puede un gobierno esperar que la opinión pública apoye sus guerras cuando critica y condena al ostracismo a quienes soportan la carga de la lucha? Los estadounidenses quieren ganar, y este deseo de victoria es palpable no sólo en el campo de batalla sino también en los corazones de quienes se plantean hacer el servicio militar. Sin embargo, la desconexión entre los fracasos estratégicos del gobierno y las aspiraciones de los reclutas potenciales crea una brecha insalvable.
Un ejército victorioso requiere la confianza y el apoyo de sus ciudadanos, y esta confianza se erosiona cuando el gobierno no aprecia los sacrificios realizados por los hombres y mujeres de uniforme. La carga que supone entrar en un campo en el que la victoria parece difícil de alcanzar se convierte en un fuerte factor disuasorio para quienes se plantean el servicio militar. Los reclutadores se enfrentan a una ardua batalla, tratando de vender una visión de éxito cuando la historia reciente se ve empañada por errores y resultados cuestionables.
Igualmente preocupante es la falta de responsabilidad por los fracasos. Mientras que los soldados afrontan las consecuencias de las misiones fallidas, los oficiales de más alto rango escapan a menudo al escrutinio. Los generales y almirantes que dirigen campañas equivocadas reciben un cheque en blanco por sus fracasos, fomentando una cultura de impunidad que no hace sino perpetuar los errores estratégicos.
El concepto de disuasión, antaño piedra angular de la política exterior estadounidense, ha perdido su eficacia. Restaurar simplemente la disuasión no equivale a destruir al enemigo; para ello es necesario un cambio fundamental en el pensamiento estratégico.
En conclusión, la reticencia de muchos estadounidenses a alistarse en las Fuerzas Armadas y apoyar mayor implicación en conflictos globales no surge de una simpatía equivocada por los adversarios extranjeros o de un deseo de aislamiento. Se trata más bien de una respuesta a décadas de fracasos estratégicos, intervenciones equivocadas y falta de responsabilidad. Reconstruir la confianza en la capacidad del gobierno para llevar a cabo campañas militares con éxito exige verdadera introspección y responsabilidad. Sólo entonces podrá Estados Unidos ganarse realmente el apoyo de sus ciudadanos y recuperar su posición como líder mundial.
Fte. Real Clear Defense (Simone Ledeen)
Simone Ledeen es una consumada profesional de la seguridad nacional con experiencia en política de defensa, inteligencia, contraterrorismo, financiación de la lucha contra las amenazas y tecnologías emergentes. Como Subsecretaria Adjunta de Defensa para la Política de Oriente Medio, la Sra. Ledeen fue responsable de la política de defensa estadounidense para Bahréin, Egipto, Israel, Irán, Irak, Jordania, Kuwait, Líbano, Omán, Autoridad Palestina, Qatar, Arabia Saudí, Siria, Emiratos Árabes Unidos y Yemen. Ha reforzado las relaciones clave de Estados Unidos en materia de defensa mediante una estrecha colaboración con sus homólogos extranjeros y ha supervisado el desarrollo y la aplicación de políticas e iniciativas fundamentales en ámbitos como la lucha contra el terrorismo, las operaciones de información, la ciberseguridad y las tecnologías emergentes.